Guerra y refugiados: el mal no tendrá la última palabra
15.03.2022
El relato en primera persona de un voluntario que vive en la frontera de Fernetti (Trieste, Italia) con Eslovenia. El abrazo de toda una comunidad a los refugiados ucranianos.
Fuente: Città Nuova
Vivo a pocos kilómetros de la frontera donde llegan los refugiados ucranianos. Me preguntaba qué podía hacer y, en primer lugar, quería ver cómo se había preparado la recepción en el mismo lugar donde años antes había enseñado italiano como voluntario a refugiados afganos y pakistaníes.
Así que voy allí y descubro que algunas personas han empezado a acoger a los que llegan para que puedan usar los baños y les ofrecen una bebida caliente, agua, jugo, dulces, manzanas, peluches y juguetes…
Apenas se entra, los autobuses se detienen para controlar a los pasajeros, que solo despues son auotrizados a descender. Mientras la providencia se ponía en marcha, de manera espléndida la Policía, Militares, Unicef, la Defensa Civil y la Agencia de la ONU para los Refugiados desempeñan papeles diferentes pero muy importantes.
Los que conocían al gerente de los locales, como yo, se pusieron inmediatamente a su disposición, y se formó con él un grupo de personas que, de boca en boca, avisan que dan su disponibilidad en algún momento de las 24 horas del día. Los que saben hablar ucraniano, ruso, inglés, los que traen las cosas que necesitan, los que aportan tiempo y coches para los paseos: es un continuo llenarse de bienes que salen coronados con sonrisas y la palabra «gracias» en muchos idiomas.
Una señora me deja grandes bolsas de pañales, sandwiches y jugos, diciéndome que ha recibido una herencia en dinero y que pensó utilizarla para esto.
A través de un amigo, llegan tres personas de la Iglesia Adventista. Son muy sensibles y socialmente activas, por lo que una de ellas, de origen ucraniano pero residente en Italia desde hace muchos años, se pone a disposición de su hija.
Un joven ucraniano se pone a disposición para pasar la noche, pero no tiene coche: ¿cómo llegar a Fernetti?
Lo recogeré. Está haciendo un doctorado en Trieste. Es de Lviv. Hablamos de su país y tratamos de entender, de escuchar nuestras versiones, nuestras perplejidades, nuestros pensamientos. Me quedo con él hasta medianoche para ayudarle.
Me doy cuenta de que también hay que poner especial cuidado en la limpieza de los baños; después del ir y venir de una avalancha de gente, por la noche veo que están casi tan presentables como por la mañana después de lavarlos y desinfectarlos, ¡nunca lo hubiera esperado!
¡Qué dolor encontrarme con los ojos de las madres con sus hijos! Una anciana se baja del autobús con dificultad. Está llorando, tiene un pañuelo en la cabeza y está en bata: se lanza a mi cuello, lloro con ella, no nos decimos nada.
Recibo el abrazo emocionado de un niño de quizás 12 años que, sin saber hablar mi idioma, me da las gracias y me hace comprender que podemos esperar un mundo mejor.
Conseguimos llevar sopa caliente a madres y niños que llevan dos días de viaje.
Todos ellos tienen que pasar por un hisopado porque no continúan inmediatamente hacia otro destino en Italia, sino que se detienen en Trieste una noche en una parroquia: un médico amigo se pone a su disposición.
Sin embargo, una pareja de ancianos no encuentra alojamiento: vienen a nuestra casa y a la mañana siguiente les acompañamos a tomar el tren a Nápoles, donde les esperan sus dos hijos y sus nietos.
Durante la cena se abren. Él habla italiano con acento napolitano, ella tiene orígenes rusos. Vienen de Kircuk. Diez días en un refugio bajo tierra, escaparon durante el bombardeo de las casas contiguas a la suya, están vivos de milagro.
Nos animamos unos a otros, sabiendo que mientras haya personas dispuestas a ver en el otro un hermano, el mal no tendrá la última palabra.